miércoles, 30 de junio de 2021

 


Camino por la calle con mi hija en brazos. La gente nos mira. No sé si sonríen o no porque todos van con barbijos, pero algunas personas se nos quedan mirando.
Mi hija llora. Hunde su naricita en mi cuello mientras me abraza y se aprieta contra mi pecho. “No pasa nada mi amor, ya llegamos”, le digo mientras la acomodo en mis brazos.

Mi hija tiene once años y unos ojos verdes que me parecen los ojos más preciosos que jamás he visto. Vamos al doctor porque la tos que la aqueja hace varias semanas, aún no se ha curado, a pesar de las inyecciones que ya le pusieron y los paff que le hago cada doce horas. Se llama May, que se pronuncia “Mei”, un nombre que vi alguna vez en una película y me gustó, y que luego descubrí que era apócope de Maylin, una variante de Mei Ling, un nombre chino que significa “jade precioso”.

Mi sobrina Úrsula cuando tenía dos años le dijo “Mema” cuando quiso decir May, nos reímos y le quedó de sobrenombre. Ella responde a cualquiera: May, Maylin o Mema.

Mi hija tiene once años aunque parece una bebé cuando me persigue por toda la casa para que le haga upa. Enseguida ronronea y busca el lóbulo de mi oreja izquierda, si tengo aros tengo que tener cuidado porque me los arranca y se pone a mamar, como recién nacida. Todos mis intentos por destetarla han sido infructuosos, aunque confieso que me gusta prolongar ese momento íntimo en que el mundo es pequeño y tibio y solo existimos nosotras, ella en mis brazos y yo, convertida en su madre amamantándola de una oreja de la que no sale nada hasta que se duerme o se cansa.

A mi hija y a mí no nos importan las opiniones de los demás, de toda esa gente que cree que necesitamos su opinión para ser nosotras y viene y me las da impunemente, como si yo no supiera que es una gata y necesitara que alguien venga y me diga: “pero es una gata”. Parece que, se supone, debería amarla menos, preocuparme menos, cuidarla menos porque no es humana, porque no la parí, porque la adopté y no creció durante nueve meses dentro de la panza de otra mujer. Opinan que la cuido demasiado. La verdad es que nunca tuve esa especie de medidor de la cantidad de amor que debemos dispensar a los demás seres que sí parecen tener otras personas. Yo doy amor impúdicamente, escandalizadoramente. Yo amo y eso es todo. Hay gente que no lo tolera. ¿El hijo de vecino que sale a la siesta a matar pajaritos a gomerazos es más importante que mi hija, solo porque es humano? Rotundamente no. Allá ellos con su intolerancia.

Cuando May tenía tres meses la adopté junto a su hermanita Maia. Era hermoso verlas juntas, verlas crecer fue una de las aventuras más hermosas que tuve la fortuna de experimentar. Cuando tenía seis años Maia se enfermó. Estaba con ella, que estaba internada, cuando supe que se iba a morir. Llamé a mi mamá y le pedí que fuera y llevara a May para que se despidieran. Mi mamá llegó, Maia lloraba y solo se calmó cuando pusimos a May a su lado, se olieron y entonces, la negrita se murió. El veterinario intentó hacerle resucitación cardiopulmonar, pero había tenido un edema y no hubo nada que hacer. May estuvo triste y taciturna durante días. Ella, que difícilmente se separa mucho tiempo de mí, se me perdía. Y la encontraba sentada, mirando la nada, sobre la tumba de su hermanita. Entonces adelanté la mudanza, para que se olvidara. Pero le tomó un tiempo. Yo todavía sueño a veces con Maia. Quizás ella también.

May tiene amor, es un amor verde y expansivo, precioso como el jade. Ese amor que frena mis enojos cuando Odiseo se manda una macana y ella se pone delante del perro y se frota contra él, protegiéndolo. Ese amor que le sale naturalmente cuando baña a Mía, una cobayita de cinco años, ese amor que se transforma en celos cuando Brisa, que tiene catorce años, también quiere dormir en mis brazos.

“Cómo puede ser tan buena, es increíble lo dulce que es esta gata” dice Ariel mientras la acaricia. Está en la camilla fría de metal y se pega contra mi cuerpo mientras el veterinario le inyecta un antibiótico. Habrá que esperar y hacer radiografías más adelante, en todo caso. Tengo miedo y me dicen que no piense en esas cosas. Cuando le digo “vamos que ya está” sus ojitos parecen recobrar la vitalidad. Salimos a la calle.

Estamos por irnos, veo pasar un camión. Va lleno de terneritas y terneritos, son tan pequeños todavía, cabecean y nos miran con ojos desesperados. Extrañarán a sus madres, que nunca volverán a ver. Se me pone la piel de gallina y me entristezco. Abrazo a mi hija.

domingo, 18 de junio de 2017

El signo del amor.

Pongo piedras en mis bolsillos y camino hacia el río

De repente recuerdo las palomas.

No, no son palomas.
Tus manos, eso recuerdo.

Tus manos volando entre palabras.

domingo, 9 de abril de 2017

LA BARCA Y LAS SIRENAS.



Amo el río, siempre lo he amado aunque ahora las circunstancias me obliguen a vivir alejada de él. Cuando era niña me sentía maravillada ante el reflejo del Sol en las aguas marrones, moviéndose como un camino dorado ante mí. Soñaba. Era una sirena que quería llegar al otro lado del astro rey. Allí donde me esperaba un duende con una olla llena de monedas de oro, o un árbol que daba manzanas doradas, en un jardín paradisíaco. Lo más lindo del juego era, desde luego, el sendero que ondeaba sobre las aguas, inacabable, trazado con una paleta cálida de oros y naranjas. Nunca le temí a pesar de las innumerables historias de ahogados que los adultos contaban, quizás para mellar nuestros deseos veraniegos de aunarnos con el líquido. La mayoría eran historias verificables, algunas de ellas dolorosas, que nos habían tocado de cerca. Pero aún así, el llamado del río era más poderoso.

Cuando era pequeña mi piel enrojecía bajo el sol del verano. Por más protectores cuidados que mi madre tuviera con mi piel blanquísima y sensible, solía quemarme tanto que por la noche, no podía dormir del ardor en mi cuerpo. El agua era lo único que aliviaba mi tormento. Permanecía en ella tanto como podía.
En el agua, me sentía en mi elemento. Solíamos pasar los largos días del tiempo estival en la casa de unos tíos, situada sobre una barranca, al borde de un ancho afluente del Paraná. El río era la fuente de los placeres y los juegos, emanación de frescura, propiciador de aventuras, espejismo del cielo, padre de monstruos imaginarios y de hijos infinitos que alimentaban a los hijos de la tierra.
De pequeños, permanecíamos en él solo bajo la supervisión de los adultos, en brazos de nuestras madres, a cococho de nuestros padres, tíos, primos o hermanos mayores, sentados sobre las rocas de la barranca, dentro de gloriosas barcas de goma que eran cámaras de neumáticos de camiones o autos usadas como flotadores, o tomados del muelle. Los mayores, ya bautizados en las artes del nado y el socorro, se aventuraban hasta los límites permitidos. De allí solo pasaban en la piragua.
El río es traicionero, nos decían. No hay que confiarse.

Cuando al fin crecí y pude desprenderme del muelle, y flotar en el agua sin salvavidas, sin “hacer pie”, sin un debajo protector de piedras y limo, me sentí libre como nunca antes. Y naturalmente, como si fuera un rito de paso de la primera infancia a la juventud, sin otro maestro más que las aguas de aquel majestuoso afluente, me lancé un día hacia la otra orilla.
Alzábase allí una isla misteriosa, con dos árboles gemelos que conformaban un portal hacia quién sabe qué mundos desconocidos. Pero no era la isla lo que yo deseaba, sino el viaje. Nadar por el largo sendero cobrizo, dorado y naranja que trazaba el Sol al atardecer.
Me detuve en medio del trayecto para recuperar el aliento, oía las voces que me gritaban desde el muelle, y veía las manos de mis hermanos y primos sacudirse en el aire, pero no entendía lo que me decían. Miré a mi alrededor y me percaté de que estaba muy lejos de cualquier orilla, pero no había peligros. Estaba sola y a la vez, en perfecta comunión con la vida. Intuí que los gritos y la agitación de brazos intentaban advertirme que había pasado el límite impuesto por los adultos. Saludé con una mano para indicar que estaba bien. Volteé mi cuerpo y continué nadando de espaldas, hasta que sentí el brazo izquierdo encallar entre la arena, los musgos y las raíces de plantas acuáticas. Había llegado a la costa de la isla que comenzaba unos metros bajo el agua. Tuve cuidado de no tocar más el suelo áspero para no molestar a las rayas que pudieran estar ocultas. Su arpón era certero y peligroso. Me moví lentamente hacia un lado, flotando de espaldas, y tomé impulso con los pies. Una vez alejada un buen trecho paré y me mantuve flotando, mirando la isla con aire triunfal. El sol ya no estaba, el río era ahora una masa oscura, paleta apagada de marrones, verdes y negros. La luna insinuaba su silueta blanca y trazaba una regia alfombra de estrellas de plata.


Era ya, al fin, una sirena.

martes, 14 de abril de 2015

Los abrazos.

Pequeña muerte, llaman en Francia a la culminación del abrazo, que rompiéndonos nos junta y
perdiéndonos nos encuentra y acabándonos nos empieza. Pequeña muerte, la llaman; pero grande , muy grande ha de ser, si matándonos nos nace.

(Galeano, Eduardo. "La pequeña muerte", El libro de los abrazos)

domingo, 22 de junio de 2014

La vida se nos 
abre
¡Nos canta!

Místicamente
enciende
cada uno de los aterdeceres
que viviremos 
juntos.

Inabarcable imagen
de la luz
que empieza
a dormirse 
sobre el mundo.

Estará de fiesta 
en tus ojos.

Como una imagen espectral
de los míos.

Luz.
Beatitud.
Ángeles danzando.
Nosotros.
La
vida
a  b  r  i  é  n  d  o  s  e
a la inmensidad
de nuestras
almas.

Riqueza

Soy propietaria
de esta mano que escribe.
Tengo dos estrellas.
Una constelación.
Un lugar bajo un sauce,
junto al río.

Soy dueña
de infinitos pensamientos.
Algunos tienen ritmo,
los tarareo, les doy
un par de alitas
y palabras musicales.

Poseo, oh, poseo...
un harén vasto y prolífico
de ternura, sí,
de ternura.

Tengo la inmensidad
de un cuaderno y de la noche.
Todo para mí el silencio,
los ronroneos, míos,
los ronroneos
y la mirada de Odiseo
adormeciéndose en mis brazos.

Soy rica
(lo que se dice
asquerosamente rica)
en silencios, en miradas
de noche, de íntimas,
íntimas tormentas al borde
de una barranca.

Y no me olvido, no.

Soy también ama,
soy la señora,
la patrona
del territorio infinito
del feudo indómito
y luminoso
de mi alma.

domingo, 20 de abril de 2014

Hay un lugar, donde las almas se posan...planetas de colores custodiados por ángeles (Acuarela y tinta de mis últimos días de vacaciones).