Amo el río, siempre lo he
amado aunque ahora las circunstancias me obliguen a vivir
alejada de él. Cuando era niña me sentía maravillada ante el reflejo del Sol en
las aguas marrones, moviéndose como un camino dorado ante mí. Soñaba. Era una sirena
que quería llegar al otro lado del astro rey. Allí donde me esperaba un duende
con una olla llena de monedas de oro, o un árbol que daba manzanas doradas, en
un jardín paradisíaco. Lo más lindo del juego era, desde luego, el sendero que
ondeaba sobre las aguas, inacabable, trazado con una paleta cálida de oros y
naranjas. Nunca le temí a pesar de las innumerables historias de ahogados que
los adultos contaban, quizás para mellar nuestros deseos veraniegos de aunarnos
con el líquido. La mayoría eran historias verificables, algunas de ellas
dolorosas, que nos habían tocado de cerca. Pero aún así, el llamado del río era
más poderoso.
Cuando era pequeña mi piel
enrojecía bajo el sol del verano. Por más protectores cuidados que mi madre
tuviera con mi piel blanquísima y sensible, solía quemarme tanto que por la
noche, no podía dormir del ardor en mi cuerpo. El agua era lo único que
aliviaba mi tormento. Permanecía en ella tanto como podía.
En el agua, me sentía en mi
elemento. Solíamos pasar los largos días del tiempo estival en la casa de unos
tíos, situada sobre una barranca, al borde de un ancho afluente del Paraná. El
río era la fuente de los placeres y los juegos, emanación de frescura,
propiciador de aventuras, espejismo del cielo, padre de monstruos imaginarios y
de hijos infinitos que alimentaban a los hijos de la tierra.
De pequeños, permanecíamos en
él solo bajo la supervisión de los adultos, en brazos de nuestras madres, a
cococho de nuestros padres, tíos, primos o hermanos mayores, sentados sobre las
rocas de la barranca, dentro de gloriosas barcas de goma que eran cámaras de
neumáticos de camiones o autos usadas como flotadores, o tomados del muelle.
Los mayores, ya bautizados en las artes del nado y el socorro, se aventuraban hasta
los límites permitidos. De allí solo pasaban en la piragua.
El río es traicionero, nos
decían. No hay que confiarse.
Cuando al fin crecí y pude
desprenderme del muelle, y flotar en el agua sin salvavidas, sin “hacer pie”,
sin un debajo protector de piedras y limo, me sentí libre como nunca antes. Y
naturalmente, como si fuera un rito de paso de la primera infancia a la
juventud, sin otro maestro más que las aguas de aquel majestuoso afluente, me
lancé un día hacia la otra orilla.
Alzábase allí una isla misteriosa, con dos árboles gemelos que conformaban un
portal hacia quién sabe qué mundos desconocidos. Pero no era la isla lo que yo
deseaba, sino el viaje. Nadar por el largo sendero cobrizo, dorado y naranja
que trazaba el Sol al atardecer.
Me detuve en medio del
trayecto para recuperar el aliento, oía las voces que me gritaban desde el
muelle, y veía las manos de mis hermanos y primos sacudirse en el aire, pero no
entendía lo que me decían. Miré a mi alrededor y me percaté de que estaba muy lejos
de cualquier orilla, pero no había peligros. Estaba sola y a la vez, en
perfecta comunión con la vida. Intuí que los gritos y la agitación de brazos
intentaban advertirme que había pasado el límite impuesto por los adultos.
Saludé con una mano para indicar que estaba bien. Volteé mi cuerpo y continué
nadando de espaldas, hasta que sentí el brazo izquierdo encallar entre la arena,
los musgos y las raíces de plantas acuáticas. Había llegado a la costa de la
isla que comenzaba unos metros bajo el agua. Tuve cuidado de no tocar más el
suelo áspero para no molestar a las rayas que pudieran estar ocultas. Su arpón
era certero y peligroso. Me moví lentamente hacia un lado, flotando de espaldas,
y tomé impulso con los pies. Una vez alejada un buen trecho paré y me mantuve
flotando, mirando la isla con aire triunfal. El sol ya no estaba, el río era
ahora una masa oscura, paleta apagada de marrones, verdes y negros. La luna
insinuaba su silueta blanca y trazaba una regia alfombra de estrellas
de plata.
Era ya, al fin, una sirena.