domingo, 18 de junio de 2017

El signo del amor.

Pongo piedras en mis bolsillos y camino hacia el río

De repente recuerdo las palomas.

No, no son palomas.
Tus manos, eso recuerdo.

Tus manos volando entre palabras.

domingo, 9 de abril de 2017

LA BARCA Y LAS SIRENAS.



Amo el río, siempre lo he amado aunque ahora las circunstancias me obliguen a vivir alejada de él. Cuando era niña me sentía maravillada ante el reflejo del Sol en las aguas marrones, moviéndose como un camino dorado ante mí. Soñaba. Era una sirena que quería llegar al otro lado del astro rey. Allí donde me esperaba un duende con una olla llena de monedas de oro, o un árbol que daba manzanas doradas, en un jardín paradisíaco. Lo más lindo del juego era, desde luego, el sendero que ondeaba sobre las aguas, inacabable, trazado con una paleta cálida de oros y naranjas. Nunca le temí a pesar de las innumerables historias de ahogados que los adultos contaban, quizás para mellar nuestros deseos veraniegos de aunarnos con el líquido. La mayoría eran historias verificables, algunas de ellas dolorosas, que nos habían tocado de cerca. Pero aún así, el llamado del río era más poderoso.

Cuando era pequeña mi piel enrojecía bajo el sol del verano. Por más protectores cuidados que mi madre tuviera con mi piel blanquísima y sensible, solía quemarme tanto que por la noche, no podía dormir del ardor en mi cuerpo. El agua era lo único que aliviaba mi tormento. Permanecía en ella tanto como podía.
En el agua, me sentía en mi elemento. Solíamos pasar los largos días del tiempo estival en la casa de unos tíos, situada sobre una barranca, al borde de un ancho afluente del Paraná. El río era la fuente de los placeres y los juegos, emanación de frescura, propiciador de aventuras, espejismo del cielo, padre de monstruos imaginarios y de hijos infinitos que alimentaban a los hijos de la tierra.
De pequeños, permanecíamos en él solo bajo la supervisión de los adultos, en brazos de nuestras madres, a cococho de nuestros padres, tíos, primos o hermanos mayores, sentados sobre las rocas de la barranca, dentro de gloriosas barcas de goma que eran cámaras de neumáticos de camiones o autos usadas como flotadores, o tomados del muelle. Los mayores, ya bautizados en las artes del nado y el socorro, se aventuraban hasta los límites permitidos. De allí solo pasaban en la piragua.
El río es traicionero, nos decían. No hay que confiarse.

Cuando al fin crecí y pude desprenderme del muelle, y flotar en el agua sin salvavidas, sin “hacer pie”, sin un debajo protector de piedras y limo, me sentí libre como nunca antes. Y naturalmente, como si fuera un rito de paso de la primera infancia a la juventud, sin otro maestro más que las aguas de aquel majestuoso afluente, me lancé un día hacia la otra orilla.
Alzábase allí una isla misteriosa, con dos árboles gemelos que conformaban un portal hacia quién sabe qué mundos desconocidos. Pero no era la isla lo que yo deseaba, sino el viaje. Nadar por el largo sendero cobrizo, dorado y naranja que trazaba el Sol al atardecer.
Me detuve en medio del trayecto para recuperar el aliento, oía las voces que me gritaban desde el muelle, y veía las manos de mis hermanos y primos sacudirse en el aire, pero no entendía lo que me decían. Miré a mi alrededor y me percaté de que estaba muy lejos de cualquier orilla, pero no había peligros. Estaba sola y a la vez, en perfecta comunión con la vida. Intuí que los gritos y la agitación de brazos intentaban advertirme que había pasado el límite impuesto por los adultos. Saludé con una mano para indicar que estaba bien. Volteé mi cuerpo y continué nadando de espaldas, hasta que sentí el brazo izquierdo encallar entre la arena, los musgos y las raíces de plantas acuáticas. Había llegado a la costa de la isla que comenzaba unos metros bajo el agua. Tuve cuidado de no tocar más el suelo áspero para no molestar a las rayas que pudieran estar ocultas. Su arpón era certero y peligroso. Me moví lentamente hacia un lado, flotando de espaldas, y tomé impulso con los pies. Una vez alejada un buen trecho paré y me mantuve flotando, mirando la isla con aire triunfal. El sol ya no estaba, el río era ahora una masa oscura, paleta apagada de marrones, verdes y negros. La luna insinuaba su silueta blanca y trazaba una regia alfombra de estrellas de plata.


Era ya, al fin, una sirena.